No soy una entusiasta de la Navidad, pero tampoco diré que me disgusta. Intento cada año sacar todo lo positivo que pueda tener. Lo que realmente me molesta es el sentido comercial entregado al derroche más apabullante y sin sentido. Es el tiempo y el lugar en el que nos hallamos. Aunque no está de más que sepamos cómo hemos llegado hasta aquí.

El día del solsticio de invierno, los romanos celebraban una fiesta llamada el día Solis Invicti. No está demasiado claro en qué momento se cristianizó este día del sol invicto.
Habrá quien diga, y con razón, que los hombres de todas las civilizaciones y culturas han seguido siempre el ciclo de la naturaleza en sus fiestas y celebraciones.

Según el antropólogo Ricardo Mur, ante esa circunstancia en la que la oscuridad es tan larga, "el hombre se empeña en ayudar a la luz. Se resiste a que desaparezca. Sabe que si la victoria de la noche es total él también sucumbirá".
Por eso el empeño en encender hogueras. De esta manera surgen ritos ancestrales en torno al fuego del hogar, como la tronca o zoca de Navidad, que tiene que estar permanentemente encendida. Por eso todas las reuniones alrededor del hogar y del fuego, sentados en las cadieras, compartiendo conversación, vino rancio y otras viandas, llegan a tener un carácter cuasi-sagrado.
Y si esto sucede en la tierra, en el cielo aparecerá la estrella de Adviento, junto a la luna, a la que anula con sus maléficas influencias. Pero si se acierta a verla sola y sin la luna durante siete días seguidos es que anuncia el fin del mundo.
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