sábado, 24 de noviembre de 2007

La cadiera y el fogaril.

A veces me gusta imaginar las frías noches de invierno en las viejas aldeas de los valles pirenaicos, cuando las familias se reunían en torno al hogar después de una larga y dura jornada laboral. Cuando, a pesar de eso, se tenía tiempo para contar a los niños historias y cuentos, y se transmitían leyendas, tradiciones, canciones...

Ninguna historia sabe mejor ni se recuerda con mayor precisión que la que nos contó el abuelo, al que abrazábamos en la cadiera, junto al fogaril.
La cadiera es el tradicional banco de madera con reposabrazos que se usaba en la cocina o en la bodega, delante del fogaril, y que solía tener en medio una tabla plegable a modo de mesilla.

José Vicente Lasierra Rigal, en su libro "La cocina aragonesa" (Mira Editores. Zaragoza, 1987) señala que las cadieras eran la butaca y la mesa, la cama y el comedor, la sala de recibir y el despacho, el café y el casino. Se hacían con gruesas, limpias y sanas maderas viejas de nogal, de encina o de roble. Se cubrían con colchonetas, con mantas mulares o con pieles de lanar. Perpendicularmente, adosadas a la pared, las tablas móviles que hacían de mesa esperaban el momento de ser útiles. Debajo de las cadieras se guardaban la leña, las astillas y la ranulla que se tizoniaban en el hogar con ayuda de badiles, tenazas y fuelles.

Cuenta la leyenda que el barón Artal de Mur logró convencer al mosén de Aínsa para celebrar una vez al año una misa en honor al Diablo, después de que éste le ayudara a proteger la vida de su hijo en la batalla.

Una vez sembrada la curiosidad, se atizaba el fuego y se miraba de reojo la mirada del niño.

Al barón le gustaba pasar los días practicando en solitario la caza, ajeno a las batallas, dada su avanzada edad.

Una tarde, cansado de haber pasado muchas horas sin cazar presa alguna, decidió recostarse a la sombra de una chopera.

Lo despertó una jabalina que, al verlo, salió huyendo.El barón la persiguió hasta llegar al pie del Monte Perdido, donde la jabalina se detuvo en seco y, dando media vuelta, le dijo: "No me mates, y obtendrás tu recompensa."

Esa misma noche, el barón se quedó dormido junto al fogaril. De repente escuchó un fuerte chisporroteo en el fuego, uno de los troncos se abrió por la mitad y de su interior surgió una figura envuelta en llamas que le dijo:

“Vengo a agradecerte en persona que no me hayas matado esta tarde con tu venablo. En agradecimiento, tienes mi promesa de que a tu hijo, que combate junto a las huestes de Don Pedro el Rey, no le sucederá nada en la batalla, pues queda desde este momento a mi cuidado. En prueba de lo que digo, aquí tienes este presente."

El hombre de fuego cogió un tizón al rojo vivo y lo dejó encima de la cadiera. Después, las llamas del fogaril se separaron y entre ellas desapareció el misterioso personaje.

A la mañana siguiente le despertó su esposa con grandes aspavientos. Le contó que había tenido un extraño sueño en el que una doncella le decía que su hijo volvería sano y salvo. Como estaba convencida de que era la Virgen María, pidió construirle una ermita en su honor.

El barón Artal de Mur, miró a su lado. El tizón ardiente se había convertido en oro. Así que prometió a su esposa que construiría la ermita, pero con la condición de que una vez al año, las oraciones y los ritos sagrados se hicieran en memoria del Diablo.

Fue necesario convencer al mosén de Aínsa de que aquella idea no era brujería ni herejía, sino que le impulsaba la mejor voluntad de convertir al demonio. Desde entonces celebraron la Misa del Diablo.

La leyenda es una de las muchas que cuenta Chema Gutiérrez Lera en su "Breve inventario de seres mitológicos, fantásticos y misteriosos de Aragón" (Prames. Zaragoza 1999).

Un libro, por cierto, que a falta de cadiera, fogaril y abuelo, puede venirnos muy bien para mantener viva la memoria y transmitirla a nuestros hijos.

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